jueves, 29 de agosto de 2013

El paisaje después del espectáculo

Los telespectadores de casi todo el mundo tenemos los ojos puestos en Siria, cuyo relato se encuentra en un "impasse" narrativo. Y como sucede con cualquier show que ha entrado en su punto muerto, en el que parece no haber posibles salidas para su desarrollo, los espectadores nos hacemos preguntas. ¿Tienen o no tienen que intervenir los nuestros? ¿Debemos dejar que un conflicto interno continúe su propio curso? ¿De qué forma habría de intervenirse? En definitiva..., ¿qué hacer? Son el tipo de preguntas que todo espectador se hace cuando ha aprovechado el parón narrativo del relato para echar la meada de turno. ¿Qué hacer? ¿Qué alternativa nos dejan a nosotros, los solidarios occidentales? No podemos dejar que un pueblo se masacre a sí mismo. Cara de circunstancias. Etcétera. Sacudida de polla y al salón...

Cuando nos volvemos a sentar, estamos a lo que estamos, porque somos, sobre todo, espectadores obedientes que miramos (que comemos) lo que nos ponen en nuestras pantallas (en nuestros platos), y ahora toca estar en Siria. Y ahí estamos. Las multinacionales de la comunicación llevan dos años contándonos la triste historia de un país donde la llamada primavera árabe se quedó atascada. Desde entonces, los grupos rebeldes tratan de derrocar a Bashar al-Assad para asumir el poder, y el jefe de Estado sirio se resiste a correr la misma suerte que otros colegas suyos, como el expresidente egipcio Mubarak, por ejemplo. Resultado: metástasis social que ha derivado en una cruenta guerra civil. Cada día, las multinacionales de la comunicación (cadenas de televisión, agencias de noticias, etcétera), sin apenas excepciones, nos han querido retransmitir esta guerra civil. Nos han contado historias de ataques, de unos y otros, de masacres, de unos y otros, y nos han puesto sobre la mesa (sobre nuestros ojos) multitud de imágenes del horror, niños muertos, sangre, el caos, y otros elementos formales con el que nosotros, tranquilamente sentados desde nuestros sofás, hemos construido el relato que, efectivamente, les ha convenido a las multinacionales que nos entretienen delante de nuestras máquinas expendedoras de imágenes. Ni siquiera en una de las publicidades de las largas, cuando incluso nos da tiempo a una buena cagada, nos vamos a plantear, tranquilamente sentados en nuestros asientos de reflexión, las siguientes preguntas: ¿por qué llevamos dos años asistiendo a este conflicto?, ¿por qué nos muestran las imágenes de Siria, al tiempo que se mantiene, en fuera de campo, multitud de conflictos, grandes o pequeños, donde también muere gente? Nos limpiamos el culo, le damos a la bomba, la mierda desaparece y al salón... Y volvemos a Siria, porque es donde nos toca estar como espectadores obedientes.

¡Como para pensar en el paisaje que dejaron otros espectáculos...! Donde asoman, al menos, algunos conatos de respuestas. Hace muy poco en Libia, donde la civilización (nosotros) tuvimos el deber de domesticar a la barbarie (ellos), donde teníamos que llevar la democracia (nuestra ficción preferida y nuestro pretexto que vale lo mismo para un roto que para un descosido) a los pobres súbditos del tirano Gadafi (¿ya no nos acordamos de este relato con el que nos mordimos las uñas?), donde se facilitó que los rebeldes mataran al monstruo egocéntrico (¿ya no nos acordamos de cuándo exclamamos "guau" al ver las imágenes del, primero moribundo, y después cadáver de Gadafi?), y donde, una vez que nuestras cámaras (y nuestras armas) dejaron de estar, ya nada más se supo. ¿Por qué no nos cuentan que Libia es ahora un país asolado, donde varios grupúsculos intentan acceder a un poder imaginario, que realmente siguen gestionando las grandes multinacionales del sector energético, las española Repsol, entre otras? O hace un poco más de tiempo en Irak, donde se fue a por las armas de destrucción masiva y se vino con el ahorcamiento en directo de Sadam Hussein, y donde el vacío de poder posterior, diseñado en despachos de mandamases a miles de kilómetros, ha generado miles y miles de víctimas civiles en incesantes ataques terroristas. O en Afganistán. O en Somalia. Etcétera. ¿Por qué no nos hacemos esta pregunta, sencilla y directa, que es... qué objetivos se han cumplido de los que se marcaron nuestros dirigentes (de los que nos dijeron que se marcaron) en las intervenciones militares de todos estos países? Es una pregunta de almohada, facilona, una de esas ocurrencias tontas que uno tiene cuando se está durmiendo, pero no... Nos dormimos. Y cuando despertamos, volvemos a Siria.

Nuestras máquinas expendedoras de imágenes no nos han mostrado el paisaje después del espectáculo (solamente los atentados que tienen lugar en estos países son la excepción, donde el espectáculo colea en forma de imágenes impactantes de cuerpos troceados, algo que siempre vende, aunque sea en forma de pequeñas píldoras informativas) en ninguno de los países donde Occidente ha intervenido. Y justamente ahí tenemos una respuesta, sobre lo que será Siria dentro de un tiempo, no más que un país inexistente donde el paisaje después del espectáculo no será ya una historia comercial. Entonces, como ocurre hoy con Libia, decir Siria provocará el eco que tienen las palabras en los lugares vacíos. El espectáculo estará en otro lugar, y allí estaremos todos. Habremos ido en masa, guiados por nuestros pastores, a los grandes pastos donde rumiar los espectáculos más sabrosos.

Pero todavía queda show en Siria... Seguimos expectantes en este "impasse" narrativo. Sabemos, porque las historias que nos cuentan responden a una idéntica estructura dramática, que el uso de armas químicas es un buen detonante que nos va a traer trepidantes escenas de acción, protagonizadas por los nuestros. Hay murmullos en la sala. Y muchos nervios. Nuestros gobernantes están reunidos. La intervención puede ser inminente... La cosa promete. ¿Qué hacer? Rápido, quizás todavía nos de tiempo de salir a comprarnos unas palomitas...

[Fotografía vista en el muro de Facebook de Artefakte]

jueves, 1 de agosto de 2013

Nosotros, los inmortales

No debe sorprendernos el tipo de relatos que nos ha proporcionado a los espectadores el accidente ferroviario de la semana pasada en Santiago. El poder mediático, movido desde la distintas plataformas partidistas del espectro político, ha puesto sobre la mesa varios elementos de ficción con los que ha construido sus relatos, a la medida de sus lectores. De esta forma, unos medios han perfilado la figura de un antagonista, un antihéroe, un culpable…, el maquinista, a quien se le ha cargado con toda la responsabilidad de la tragedia, atribuyendo al accidente la única causalidad de un error humano; mientras que otros medios han perfilado la figura de otro antagonista, más complejo quizás, la de un Gobierno cuya política de recortes ha dejado a las vías de Alta Velocidad sin la seguridad necesaria para salvaguardar la vida de los viajeros. El ruido mediático que ha dejado el descarrilamiento que provocó casi 80 muertos es mayúsculo; y el debate se sigue moviendo en esa absurda y sucia dialéctica, de las dos partes, entre unos y otros, con la (siempre dudosa) búsqueda de la verdad como arma arrojadiza que ambos lados se arrojan con cierta arrogancia. Curiosamente, ambos relatos comparten una misma entidad narrativa heroica, la de los habitantes de la parroquia de Angrois, cuya participación en las labores de evacuación de muertos y heridos ha merecido el aplauso de todos. Mientras sigamos compartiendo héroes, aunque sean tan fugaces como los vecinos de Angrois, evitaremos una guerra civil que ahora solamente tiene lugar en el plano verbal. Pero salgamos del ruido…

La ideología, nuestra ideología, lo que somos y que se encuentra por debajo del relato mediático que nos enfrenta, se hace hueco en eso de lo que no se habla en los medios, o en eso que apenas se apunta porque se da por hecho, tanto de este accidente como de otros similares. Y tiene que ver con el cada día más difícil encaje que tiene en nuestro lenguaje el término “accidente”; y tiene que ver, sobretodo, con la cada vez más marcada invisibilización de la muerte misma. Cuando ocurren este tipo de acontecimientos, que de forma neutral podríamos llamar accidente, en donde el número de víctimas mortales es, de alguna forma, elevado, enseguida los medios hacen mención a la necesaria presencia de los servicios de atención psicológica, para ayudar a los familiares de los muertos, a los propios supervivientes y, en este caso, a los vecinos de Angrois, a superar el “trauma” vivido. Quedémonos con la idea: superar el trauma. Sujeto, verbo y predicado; los supervivientes deben superar el trauma. Otro relato que los medios lanzan al aire y del que nunca se vuelve a saber después.

La psicología oficial habla de hacer frente al trauma mediante la ordenada superación, en el sujeto que ha sufrido la pérdida, de las etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Quizás lo que menos importe ahora sea constatar que la superación de estas etapas sean una fórmula estándar que pretende uniformizar el proceso individual de asimilación de la pérdida, porque en realidad cada uno lo vivirá como buenamente pueda, cada uno tendrá una vivencia diferente de lo que haya supuesto la pérdida, y a cada uno el trauma le dejará una marca a la medida de sus propios recursos existenciales para hacer frente a semejante acontecimiento. Dejando por sentado que cada uno va a tener su propia experiencia traumática, independientemente de las herramientas que la psicología oficial les ofrezca, quizás haya que poner el foco en la imagen mediática que se da de unas personas desvalidas que, por si mismas, no pueden hacer frente al trauma. Como si ya no tuviéramos recursos propios para asimilar un fatal accidente ni la idea misma de la muerte. Como si no tuviéramos licencia para experimentar de manera singular la vivencia del dolor y de la muerte ajena.

También cabría preguntarse de qué forma encaja ese trauma individual de cada uno de los que han perdido a un familiar o a un amigo, o de cada superviviente, en el trauma colectivo de quienes hemos sido espectadores del accidente, mediatizados por un relato espectacular que, de forma evidente, ha hinchado la historia por la vía del sensacionalismo. Nosotros, los espectadores, hemos llegado al trauma colectivo por el relato espectacular mediático, y damos por hecho que los supervivientes necesitan ayuda psicológica (no tengo claro de si esta ayuda sería un contrarrelato o un correlato) para superar su trauma individual. De fondo, asoma el retrato de una sociedad miedosa, que niega lo accidental de la existencia y no acepta la muerte como un hecho inexorable que nos llega a todos, por vejez, por enfermedad o por accidente. En su concepto de biopolítica, Michel Foucault plantea que el control social va más allá de la ideología y que el Poder necesita controlar el cuerpo de los individuos. Y quien dice el cuerpo, dice los sentimientos. Es el biopoder el que ha construido una sociedad maleable mediante el control individual de los cuerpos que la componen.

(Me estoy perdiendo. La pregunta exacta es: ¿cuándo hemos dejado de morirnos los occidentales?)

Hace unos años leí la “Historia de la muerte en Occidente”, de Philippe Ariès (Ed. El Acantilado, Barcelona, 2000), donde traza un camino de invisibilización desde la Edad Media hasta nuestros días, es decir, desde aquellos días en los que la muerte era familiar hasta estos donde nuestra relación con ella se sostiene a partir del rechazo, del miedo y de la angustia. Escribe Ariès que “habrá que esperar hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX, para que la muerte dé miedo verdaderamente, y entonces dejará de ser representada”.

En Occidente ya no morimos. No nos dejan morirnos. Hemos matado a la muerte. Quizás aquí nazca el trauma existencial cuando entramos en contacto con ella, a través de la muerte de un ser cercano. Como consumidores insaciables de ficciones, nuestra vida se ha convertido en la mayor de las ficciones. Y el trauma llega cuando previamente se han liquidado los conflictos inherentes a la vida misma. El trauma llega cuando asoma la muerte documental que viene a sacudirnos de nuestro mundo Disneyworld; cuando estar muerto es estar muerto, sin opción a reiniciar la acción del videojuego; cuando un día se nos aparece ese fantasma documental, en nuestra vida de ficción, el trauma nos sacude. Es cuando lo irrepresentable se hace fotografía y nuestra perplejidad ante el extraño fenómeno que nos caracteriza, en tanto que seres vivos, esto es, el ser en la muerte, se dispara. Es cuando la psicología oficial nos rescata para que volvamos a la ficción con la menor carga de dolor sufrida. Porque si se evita la muerte, se quiere esquivar también el dolor natural que produce. Una vez que hemos vuelto a la ficción, la fantasía de eternidad vuelve a congratularnos con este mundo de happy ends que hemos construido.

Sociedad blanda, ideología light. No quiero volver a la biopolítica, pero hay evidentes coincidencias ideológica entre el más allá cristiano (el cielo) y el más acá científico (la promesa de una larga vida). Ambos niegan, cada uno a su manera, la muerte. Ambos niegan la radical singularidad de la vida de un sujeto que un día deja de existir. Ambos son plataformas de poder que han contribuido, antes unos y ahora otros, a desplazar la muerte de nuestras vidas y de nuestros cuerpos. Y su herramienta es la misma, el miedo y el control individual a través del miedo.

La muerte es ya el gran tabú de Occidente. Expulsada de los hogares, nos llega en los hospitales. ¿No es paradójico que un lugar de sanación se haya convertido en un lugar de muerte? En cada ciudad mediana y grande hay incluso hospitales específicos para “enfermos terminales”. Y si la llevamos al hospital es porque no sabemos qué hacer con ella. Nos molesta. Una vez que nos morimos, un cristal nos separará de los vivos en los velatorios, y marcará con claridad donde está el espacio de la vida y dónde el de la muerte. En Occidente, vida y muerte no pueden compartir espacio. La muerte en el gueto. Y ya no digamos cuando la muerte debe ser contada a un niño: En el libro que he citado más arriba, su autor recurre a Geoffrey Gorer (concretamente a su artículo “The pornography of death”), para poner en diálogo al sexo y a la muerte en tanto que objetos históricos de tabú, y pone este ejemplo que los relaciona a la infancia:

Él ha mostrado perfectamente cómo la muerte se ha convertido en un tabú y cómo, en el siglo XX, ha reemplazado al sexo como principal impedimento. Antes a los niños se les decía que los traía la cigüeña, pero asistían al gran momento del adiós en la cabecera del moribundo. Hoy en día, son iniciados desde la más tierna infancia en la fisiología del amor, pero, cuando dejan de ver a su abuelo y se extrañan, se les dice que reposa en un bello jardín entre flores.

¡Como para no ocasionar traumas cuando se presenta…! ¡Y más cuando viene en forma de accidente! Estos días, cuando los medios de comunicación hablaban de la ayuda psicológica que estaban recibiendo unos y otros para la superación del trauma, me preguntaba qué factores entran en juego para que el trauma sea mayor o menor. Por ejemplo, ¿el número de muertos totales, la magnitud del acontecimiento, influye en que el duelo personal sea más complejo? ¿Y la intoxicación mediática, la infección amarillista y la sinrazón de unos y otros intentando sacar tajada política del asunto…, que papel desempeñan a la hora de que el sufrimiento derive en trauma?

Y otra, ¿generamos traumas a medida? Quiero decir, ¿jugamos al trauma? ¿Escenificamos el dolor para cumplir las expectativas sociales – de tu familia y amigos, de tus grupos secundarios, etcétera - que hay ya creadas, teóricamente, sobre el trauma? No sé. Accidentes mortales ha habido siempre. Información extra para los más despistados: no estoy despreciando el hecho de que se genere un trauma, ni negando el dolor del duelo; solamente estoy preguntándome de qué forma los traumas fluctúan dependiendo de la época histórica en la que se esté.

Solamente si la muerte ha sido desplazada, empujada hacia el fuera de campo, explica que su sola aparición dispare el trauma. Y ya no hablamos solamente de los casos extremos de accidentes que terminan con una vida de forma fulminante; porque es una evidencia que incluso una muerte natural (y, para mí, una muerte natural es toda aquella que no se produzca en un accidente inesperado; quiero decir, que una enfermedad, por repentina que sea su aparición, y por letal que sea su transcurso, es un proceso natural, contingencias corporales que entran dentro del paquete vital) ya provoca el trauma, un trauma que hace necesaria la presencia de un profesional que nos guíe para salir del insólito camino trazado por la maldita muerte.

Los hombres y mujeres de antaño recibían la muerte, no digo con lo brazos abiertos, pero sí con una aceptación en tanto que último destino de la vida. Ahora se niega y cuando aparece, por ejemplo, como resultado final de un cáncer, el discurso es el de una épica del fracaso, “murió tras luchar incansablemente”, etcétera. Una pena. Philippe Ariès:

Todo sucede ahora como si ni yo ni tú ni los que me son caros fuéramos mortales. Técnicamente, admitimos que podemos morir, contratamos seguros de vida para preservar a los nuestros de la miseria. Pero, verdaderamente, en el fondo de nosotros mismos, nos sentimos no mortales.

De ahí el trauma. ¡O no!