martes, 30 de julio de 2013

La última canción

Todas las madrugadas entre el sábado y el domingo, a eso de las siete, el pinchadiscos del Agujero Negro ponía la canción "The last song", de Trisomie 21. Todas las madrugadas, sin excepción. Era el cierre, la muerte, de la noche, y de esta forma vivíamos ese momento señalado, ese ritual, esa incansable repetición, los que allí estuvimos todas esas madrugadas entre el sábado y el domingo en el Agujero Negro. A pesar del cansancio de tantas horas allí encerrados, la entrega al baile era total. De todos y todas. Sin excepción.

No he conocido nunca un nombre mejor elegido para un local que el Agujero Negro. La oscuridad dentro era absoluta. Recuerdo que los camareros tenían una pequeña lamparita junto a la caja registradora, donde controlaban el dinero y los cambios de las consumiciones. El garito tenía doble puerta de entrada, así que la luz artificial de las farolas de la calle apenas incidía unos pocos metros en la entrada, cada vez que alguien entraba y salía. Y luego estaban los interruptores de la luz de los baños, al fondo, claridad que el camello del bar aprovechaba para pasarnos, sobre todo, speed. Todo era negro dentro del Agujero Negro porque todas nuestras ropas también se tragaban la luz. Muy poca gente dentro del Agujero Negro vestía otro color que no fuera el negro, quizás el morado algunas chicas, y poco más. Y la luz de los mecheros que fugazmente descubrían un rostro en la noche, cuando alguien se encendía un cigarro o un porro. Y las largas caladas, que al succionar el cigarro nos dibujaban intermitentes rostros calavéricos.

La mayoría de los habitantes del Agujero Negro bailábamos horas y horas en esas madrugadas entre el sábado y el domingo. La música estaba a tope y dejaba poco espacio a la conversación. Pero no nos hacía falta hablar. Nuestra comunicación era otra, mucho mejor; la de la música sobrevolándonos, y atravesándonos, en todo momento, y que nos hacía movernos lánguidamente. Nuestra comunicación era de roce entre cuerpos que no se distinguían; de olor a un sudor colectivo que se iba acumulando en el ambiente; de miradas robadas al resto cuando la oscuridad se rompía en un instante. Y los que no bailaban estaban sobre el suelo, apoyados en las paredes; eran las parejas que se besaban, durante horas, en un abrazo interminable; y, también, los que yo llamaba los atormentados, personas, sobre todo chicos, que se cogían las piernas, con la cabeza apoyada o metida sobre ellas, en un abrazo ensimismado igualmente interminable.

He dicho bailes lánguidos, sí, de mirar hacia abajo, de brazos muertos, de un vaivén interminable de la cabeza que seguía los bajos de las canciones oscuras. Hasta llegar a una suerte de trance. ¡Qué bajos los de algunas canciones oscuras...! El de "Other voices" (The Cure), o el de "Lucretia, my reflection" (Sister of Mercy), o el de "Disorder" (Joy Division), por poner tres ejemplos, o el de "The last song" (Trisomie 21), la canción que cerraba la noche cada madrugada de sábado y domingo en el Agujero Negro. 

¡Cómo no recordar que nos entregábamos a fondo en esta última canción! Todos. Las parejas también. Incluso algún atormentado se animaba al último baile de la noche. Y los camareros y el pinchadiscos. Todos y todas sabíamos que era el final, otra muerte; que lo siguiente era la molesta luz del nuevo día y la vuelta a casa por un escenario surrealista y hostil donde los señores y señoras que más madrugaban te miraban como a un bicho raro. ¡La asquerosa normalidad! 

En fin, un recuerdo de juventud, de las madrugadas entre el sábado y el domingo en el Agujero Negro. Han pasado más de 20 años. Ahora es una autoficción, este relato.

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