Yo la conocía bien. De haber estado en casa, Carmen habría visto que Koldo no llegaba solo, que le acompañaban sus padres, tal y como se lo había dicho hace unos días. El viernes vienen mis padres a cenar. Sabes que todavía no me apetece ver a nadie... ¡Ya estás casi recuperada, quejica…! No lo estoy. Deja de hacerte la víctima, ¡mierda!; el viernes es mi cumpleaños y quiero que conozcas a mis padres. De haber estado en casa, Carmen también habría oído a Koldo llamarla, decirle que ya habían llegado, que sus padres estaban aquí y que no era el momento de jugar al escondite. Sí, Carmen me lo había dicho, que lo peor de todo iba a ser no poder ver la reacción de Koldo cuando entrase en el baño y se la encontrase con las venas abiertas, desangrada, desnuda, junto a una nota donde Carmen, me dijo, iba a escribir sus últimas palabras: “Como mi vida te parece poco, te regalo mi muerte. Que la disfrutes. Saluda a tus padres de mi parte. Feliz cumpleaños”.
Koldo no leyó la nota, por lo menos no inmediatamente. Al descubrir la escena, dio un paso atrás con cara de espanto, su espalda tropezó con la pared y se deslizó lentamente hasta quedar sentado en el suelo. No sabía qué hacer, siempre le ha costado reaccionar, pero Carmen había conseguido su propósito, Koldo no la iba a olvidar jamás. Mantendría su imagen viva, la imagen de su rostro, de su piel blanca y desnuda contrastada en un fondo rojo, una imagen de la cual Koldo nunca se libraría, ella esculpida en sangre. Si Carmen hubiera estado allí se hubiera reído orgullosa y hubiera dicho ¿tampoco te parece que es para tanto? y se hubiera ido en paz. Sí, eso también lo habíamos hablado. Lo que vino a continuación ya carece de importancia, quizás el padre de Koldo gritando algo como, ¡ostia!, ¡me cago en la puta! y la madre desmayándose o quizás gritando desconsolada… Qué más da, eso a Carmen ya no le importaba…
El entierro fue dos días después. Como las otras veces, observé la ceremonia desde una distancia prudencial. Hice el recuento de los asistentes y saqué las fotos. Hacía sol y la tumba estaba en una zona sin árboles, así que no había problemas de luz. Koldo siguió el ataúd con la mirada. Su madre le agarraba la mano. Comenzaron a tapar el agujero. El sonido de la primera palada de tierra golpeando la madera es muy dramático. Koldo empezó a llorar. Volví a la oficina, no tenía nada más que hacer allí. Me puse a repasar las fotos y mis anotaciones. Luego las comparé con la lista que me había dado Carmen. Faltaba una persona.
A la mañana siguiente, me concedí unos minutos para meditar sobre mi obra, con una taza de café recién hecho entre las manos. Carmen había cumplido con su papel de forma magistral y Koldo haría lo propio en cuanto comprendiera cual era su parte. Eché un terrón de azúcar y probé un sorbo. Realmente admiraba a Carmen. No son muchos los que pueden amar hasta sus últimas consecuencias. Carmen obsequió a su amado con la ofrenda más sublime del mundo, la muerte. Gracias a ella mi creación era hermosa y ominosa. Yo era el Esquilo del presente. El Sófocles del futuro. Eché otro terrón de azúcar y probé de nuevo el café. ¿Comprenderían las generaciones futuras la excelencia y la belleza de mi representación? ¿Entenderían la magnitud del sacrificio de Carmen? Carmen. Carmen. Su piel lucía tan perfecta una vez el fluido vital abandonó su cuerpo. Tan blanca, tan inmaculada. Su pelo impregnado en agua y sangre, caía sobre sus pechos como hiedra carmesí. Bajo el rojo néctar de amor que llenaba la bañera, aún podía distinguirse el jardín que albergaba su sexo ahora inalcanzable. Eché un tercer terrón de azúcar y removí el café con creciente impaciencia. Carmen. Carmen. Por alguna razón que se me escapaba entre los dedos, aquella mañana, el café sabía más amargo que de costumbre.
Entonces me acordé de una frase que había oído en alguna parte. Algo parecido a que los ciegos viven en la habitación que está encima de la suya. En el piso de arriba se escuchaban ruidos y yo me sentía como un ciego curioso intentando desentrañar lo que ocurría. Nada significativo, pero durante algunos minutos estuve más pendiente de aquellas voces que de lo que realmente tenía importancia. Volví a centrarme en Carmen y en lo desprotegido y vulnerable que resultaba Koldo en aquellos momentos. Pero las voces volvieron. Con más fuerza. Definitivamente estaban discutiendo ahí arriba. También habría tiempo para ellos, pero todavía era demasiado pronto. Pensé que sería buena idea pasar a la acción, así que me vestí, abrí la puerta, y salí a la calle. En el piso superior se oían los primeros golpes. Ya en la calle me crucé con dos tipos aparentemente normales. Demasiado normales. Estaba claro que eran policías. Volví la cabeza y vi que examinaban la puerta del edificio. Apreté el paso. Tenía que encontrar al hombre que no había ido al entierro y hablar con él. Sin perder un minuto.
Caminé largo rato con la cabeza baja y el paso ligero, tratando de llegar cuanto antes a mi destino. Tuve que cruzar toda la ciudad a pie, porque no quería arriesgarme a usar las tarjetas de crédito para conseguir efectivo. No me importó. Aún no llovía, pero los abrigos de la gente empezaban a alargarse desde hacía un par de semanas. Tiré del cuello de mi chaqueta para cubrir el mío, y al rozarme la cara con la mano noté que había vuelto a olvidar afeitarme. Busqué mi reflejo en el escaparate de una floristería, y, mientras calibraba el alcance de mi obsesión, recordé a Padre y su navaja de afeitar. Cómo brillaba. Cómo sonaba contra el esmalte del lavabo, cuando la aclaraba. Siempre me pregunté qué se sentiría al apretarla contra algo blando y cálido. De pronto, y durante un segundo, sentí una tremenda envidia hacia Carmen. «La fleur que tu m'avais jetee...» Carmen. Carmen. Con mi mano aún palpando de forma estúpida la barbilla, mi cara me devolvió la mirada desde el cristal. La dueña del establecimieto me miraba con gesto extraño desde dentro, lo que me hizo suponer que mi "ausencia" había durado al menos unos minutos.
Siempre preferí el cristal al espejo, los escaparates a las pantallas. Aquel de la floristería me había confirmado que el cine era para cobardes. Que había que tener mucho valor para enfrentarse a los recuerdos escritos en una cristalera.
Caminé largo rato con la cabeza baja y el paso ligero, tratando de llegar cuanto antes a mi destino. Tuve que cruzar toda la ciudad a pie, porque no quería arriesgarme a usar las tarjetas de crédito para conseguir efectivo. No me importó. Aún no llovía, pero los abrigos de la gente empezaban a alargarse desde hacía un par de semanas. Tiré del cuello de mi chaqueta para cubrir el mío, y al rozarme la cara con la mano noté que había vuelto a olvidar afeitarme. Busqué mi reflejo en el escaparate de una floristería, y, mientras calibraba el alcance de mi obsesión, recordé a Padre y su navaja de afeitar. Cómo brillaba. Cómo sonaba contra el esmalte del lavabo, cuando la aclaraba. Siempre me pregunté qué se sentiría al apretarla contra algo blando y cálido. De pronto, y durante un segundo, sentí una tremenda envidia hacia Carmen. «La fleur que tu m'avais jetee...» Carmen. Carmen. Con mi mano aún palpando de forma estúpida la barbilla, mi cara me devolvió la mirada desde el cristal. La dueña del establecimieto me miraba con gesto extraño desde dentro, lo que me hizo suponer que mi "ausencia" había durado al menos unos minutos.
Siempre preferí el cristal al espejo, los escaparates a las pantallas. Aquel de la floristería me había confirmado que el cine era para cobardes. Que había que tener mucho valor para enfrentarse a los recuerdos escritos en una cristalera.
Angustias, la madre de Koldo, tardó un par de miradas en examinar la casa. Pedro, el padre, dos pasos por detrás, colocándose como podía el flequillo después de que el abrigo de marta cibelina de su esposa hubiera aterrizado en la azotea.
-Se nota que está Carmen contigo, todo ordenadito, como tiene que ser. Tú siempre has sido un adán.
-Que sí mamá, corre a decírselo, que debe estar limpiando el baño.
-Ya sabes como es tu madre, hijo. ¿Dónde pongo el abrigo?
-Ahí mismo. ¿Quieres un vino? Siéntate y pon la tele.
Angustias no necesitaba cortesías para registrar ni esa ni ninguna otra casa. Sabía que debía ir al baño, pero no lo haría sin antes abrir cada puerta del camino.
Koldo, que asistía desesperado a la exploración amazónica de su madre, se adelantó hasta el baño para avisar a Carmen. Y allí estaba, arrodillada, con la bayeta y el ipod como apéndices cibernéticos preferidos.
Carmen aparcó el trapo, dejo caer los auriculares y corrió a abrazarse a su augusta suegra.
-¡Mamá estás fantástica! Se notan las clases de natación.
-Calla, calla (cuchicheando lo suficientemente alto para ser escuchada) que Pedro se pone malo… tiene celos del monitor.
Carmen y Angustias, erectas, reinaban el pasillo y el hogar, despellejando a aquellos dos seres que buscaban refugio tras el sofá, el vino y la televisión.
La conversación de los hombres no era tan fluida. Intentando que no se aburriera, Koldo le ofreció hasta dos veces el mando de la tele a su padre antes de hacer él mismo un poco de zapping. Echaban un desfile de lencería en la 5, pero prefirió pasar al canal de teletienda donde anunciaban una horrible manta para casa para con forma de bata. Carmen le había regalado una de esas por su cumpleaños. En azul marino.
La conversación de los hombres no era tan fluida. Intentando que no se aburriera, Koldo le ofreció hasta dos veces el mando de la tele a su padre antes de hacer él mismo un poco de zapping. Echaban un desfile de lencería en la 5, pero prefirió pasar al canal de teletienda donde anunciaban una horrible manta para casa para con forma de bata. Carmen le había regalado una de esas por su cumpleaños. En azul marino.
Desde la distancia podía intuir que el exagerado e impotente intento de Koldo por aparentar que las cosas eran normales le iba consumiendo poco a poco. La frialdad que se autoimponía desconcertaba a quienes nos encontrábamos cerca de él. Supongo que las cosas cambiarían drásticamente si supiera que existe una posibilidad para desandar el camino y volver al pasado, y que yo podría conseguirlo con una simple llamada de teléfono. Sin embargo, y aunque cada día me encuentro a punto de caer en la tentación de hacerlo, no fue eso lo que le prometí a Carmen. No lo haré, aunque sinceramente me muero de ganas de ver la reacción de Koldo cuando le contara que volver a ver a Carmen sería tan sencillo como apretar un botón y adquirir una noción diferente del continuo espacio-tiempo. Decirle que con un botón todo retrocedería justo una semana, que yo tengo ese poder en mi mano. Decirle que podría conseguir lo que todo el mundo desea: volver atrás para forjarse una vida perfecta, sin fallos, el estado ideal en el que nada queda a merced del porvenir y en el que, por supuesto, los errores con Carmen nunca habrían existido. Y así, seguramente esta misma noche Koldo se la habría llevado a un restaurante elegante y allí le habría pedido matrimonio en medio de una cuidada escenografía con los camareros de por medio y los focos centrándose en ellos dos, con la música perfecta y todo en blanco y negro, y entonces el resto de clientes aplaudiría. Sin embargo, Carmen ya había vivido la perfecta escena y no le había gustado.
Ahora que hemos descubierto que la apesadumbrada mirada no es tal, Koldo enciende una cerilla en el mismo baño que acogió los últimos pensamientos de Carmen. Todo indica que fumará un cigarro antes de realizar la llamada que cambiará su vida. Sin embargo, las cosas no son como parecen: en una mano, la cerilla; en la otra, un papel milimétricamente doblado. Suspira, parpadea levemente y prende el papel que se deshace en el suelo bajo su atenta mirada. El papel con el número desconocido que no se atrevió a memorizar. Sonríe. En ese preciso instante, comprende que la muerte constituye la única fuga posible frente a la existencia cotidiana. A su pesar, Carmen, una vez más, le enseñó el camino…
A nadie debería sorprender que detrás de la apesadumbrada mirada de Koldo se oculta una melancólica sonrisa. Una de esas sonrisas que desvela un secreto a medianoche. Sí, en realidad, Koldo sabe que únicamente necesita realizar una llamada telefónica para recuperar a Carmen. Una única llamada a un número desconocido que le conducirá a una vida perfecta en la que jurará amor eterno. Y en la que un trabajo con horario de oficina le permitirá construir cientos de maquetas de barcos a vapor.
Ahora que hemos descubierto que la apesadumbrada mirada no es tal, Koldo enciende una cerilla en el mismo baño que acogió los últimos pensamientos de Carmen. Todo indica que fumará un cigarro antes de realizar la llamada que cambiará su vida. Sin embargo, las cosas no son como parecen: en una mano, la cerilla; en la otra, un papel milimétricamente doblado. Suspira, parpadea levemente y prende el papel que se deshace en el suelo bajo su atenta mirada. El papel con el número desconocido que no se atrevió a memorizar. Sonríe. En ese preciso instante, comprende que la muerte constituye la única fuga posible frente a la existencia cotidiana. A su pesar, Carmen, una vez más, le enseñó el camino…
Koldo siempre me había parecido un cobarde. Era miedo donde Carmen era curiosidad. Era recelo donde Carmen era ansiedad. Por eso no me sorprendió que quemara la nota con mi número. Tampoco me sentí defraudado cuando optó por echarse a llorar en lugar de seguir los pasos de Carmen. Carmen, el alma más crédula con la que me he topado en mi larga existencia. La imagen más etérea que mi cámara ha plasmado sobre el papel. Koldo, en cambio, ni siquiera parpadeó cuando le mostré un retal de lo que podía haber sido su encuentro con Carmen en caso de que ésta no hubiera seguido los pasos que les mostré. Prefirió desechar el maravilloso regalo que yacía húmedo en la bañera. Un cuerpo perfecto para un ente inmaculado. No importa. A veces ocurre. Le propuse rebobinar una cinta que nunca debió haberse puesto en marcha, pero parece que lo ha rechazado. Madre me lo advirtió. No quise creerla, y en estas estamos. Afortunadamente, cuando me crucé con ellos en aquel callejón su vida era ya tan insignificante que estaban dispuestos a aferrarse a un clavo ardiendo. La enfermedad de Carmen era una mera excusa para cercenar un futuro nauseabundo. Yo lo sabía. Carmen lo sabía. Koldo lo sabía. Su decisión marcó su destino, pero siempre he sido bastante juguetón. La suerte está echada.
... [Ahora sigue Ángel Bricoda] ...
NOTA
Según el orden previsto en la inscripción previa, aquí se van a publicar las contribuciones de los lectores, hasta el cierre de la historia resultante.
[Ir a las Bases del Primer Relato Abisal]
10 comentarios:
Vaya, he sido mucho mas rapido de lo que creía ... Sera la inspiracion XD, aqui va mi parte:
Koldo no leyó la nota, por lo menos no inmediatamente. Al descubrir la escena, dio un paso atrás con cara de espanto, su espalda tropezó con la pared y se deslizó lentamente hasta quedar sentado en el suelo. No sabía que hacer, siempre le ha costado reaccionar, pero Carmen había conseguido su propósito, Koldo no la iba a olvidar jamás. Mantendría su imagen viva, la imagen de su rostro, de su piel blanca y desnuda contrastada en un fondo rojo, una imagen de la cual Koldo nunca se libraría, ella esculpida en sangre. Si Carmen hubiera estado allí se hubiera reído orgullosa y hubiera dicho ¿tampoco te parece que es para tanto? y se hubiera ido en paz. Sí, eso también lo habíamos hablado. Lo que vino a continuación ya carece de importancia, quizás el padre de Koldo gritando algo como, ostia! me cago en la puta! y la madre desmayándose o quizás gritando desconsolada… Qué más da, eso a Carmen ya no le importaba
El entierro fue dos días después. Como las otras veces, observé la ceremonia desde una distancia prudencial. Hice el recuento de los asistentes y saqué las fotos. Hacía sol y la tumba estaba en una zona sin árboles, así que no había problemas de luz. Koldo siguió el ataúd con la mirada. Su madre le agarraba la mano. Comenzaron a tapar el agujero. El sonido de la primera palada de tierra golpeando la madera es muy dramático. Koldo empezó a llorar. Volví a la oficina, no tenía nada más que hacer allí. Me puse a repasar las fotos y mis anotaciones. Luego las comparé con la lista que me había dado Carmen. Faltaba una persona.
A la mañana siguiente, me concedí unos minutos para meditar sobre mi obra, con una taza de café recién hecho entre las manos. Carmen había cumplido con su papel de forma magistral y Koldo haría lo propio en cuanto comprendiera cual era su parte. Eché un terrón de azúcar y probé un sorbo. Realmente admiraba a Carmen. No son muchos los que pueden amar hasta sus últimas consecuencias. Carmen obsequió a su amado con la ofrenda más sublime del mundo, la muerte. Gracias a ella mi creación era hermosa y ominosa. Yo era el Esquilo del presente. El Sófocles del futuro. Eché otro terrón de azúcar y probé de nuevo el café. ¿Comprenderían las generaciones futuras la excelencia y la belleza de mi representación? ¿Entenderían la magnitud del sacrificio de Carmen? Carmen. Carmen. Su piel lucía tan perfecta una vez el fluido vital abandonó su cuerpo. Tan blanca, tan inmaculada. Su pelo impregnado en agua y sangre, caía sobre sus pechos como hiedra carmesí. Bajo el rojo néctar de amor que llenaba la bañera, aún podía distinguirse el jardín que albergaba su sexo ahora inalcanzable. Eché un tercer terrón de azúcar y removí el café con creciente impaciencia. Carmen. Carmen. Por alguna razón que se me escapaba entre los dedos, aquella mañana, el café sabía más amargo que de costumbre.
Entonces me acordé de una frase que había oído en alguna parte. Algo parecido a que los ciegos viven en la habitación que está encima de la suya. En el piso de arriba se escuchaban ruidos y yo me sentía como un ciego curioso intentando desentrañar lo que ocurría. Nada significativo, pero durante algunos minutos estuve más pendiente de aquellas voces que de lo que realmente tenía importancia. Volví a centrarme en Carmen y en lo desprotegido y vulnerable que resultaba Koldo en aquellos momentos. Pero las voces volvieron. Con más fuerza. Definitivamente estaban discutiendo ahí arriba. También habría tiempo para ellos, pero todavía era demasiado pronto. Pensé que sería buena idea pasar a la acción, así que me vestí, abrí la puerta, y salí a la calle. En el piso superior se oían los primeros golpes. Ya en la calle me crucé con dos tipos aparentemente normales. Demasiado normales. Estaba claro que eran policías. Volví la cabeza y vi que examinaban la puerta del edificio. Apreté el paso. Tenía que encontrar al hombre que no había ido al entierro y hablar con él. Sin perder un minuto.
Caminé largo rato con la cabeza baja y el paso ligero, tratando de llegar cuanto antes a mi destino. Tuve que cruzar toda la ciudad a pie, porque no quería arriesgarme a usar las tarjetas de crédito para conseguir efectivo. No me importó. Aún no llovía, pero los abrigos de la gente empezaban a alargarse desde hacía un par de semanas. Tiré del cuello de mi chaqueta para cubrir el mío, y al rozarme la cara con la mano noté que había vuelto a olvidar afeitarme. Busqué mi reflejo en el escaparate de una floristería, y, mientras calibraba el alcance de mi obsesión, recordé a Padre y su navaja de afeitar. Cómo brillaba. Cómo sonaba contra el esmalte del lavabo, cuando la aclaraba. Siempre me pregunté qué se sentiría al apretarla contra algo blando y cálido. De pronto, y durante un segundo, sentí una tremenda envidia hacia Carmen. «La fleur que tu m'avais jetee...» Carmen. Carmen. Con mi mano aún palpando de forma estúpida la barbilla, mi cara me devolvió la mirada desde el cristal. La dueña del establecimieto me miraba con gesto extraño desde dentro, lo que me hizo suponer que mi "ausencia" había durado al menos unos minutos.
El Administrador Abisal copia la parte que Roberto le ha mandado por mail:
Siempre preferí el cristal al espejo, los escaparates a las pantallas. Aquel de la floristería me había confirmado que el cine era para cobardes. Que había que tener mucho valor para enfrentarse a los recuerdos escritos en una cristalera.
Angustias, la madre de Koldo, tardó un par de miradas en examinar la casa. Pedro, el padre, dos pasos por detrás, colocándose como podía el flequillo después de que el abrigo de marta cibelina de su esposa hubiera aterrizado en la azotea.
-Se nota que está Carmen contigo, todo ordenadito, como tiene que ser. Tú siempre has sido un adán.
-Que sí mamá, corre a decírselo, que debe estar limpiando el baño.
-Ya sabes como es tu madre, hijo. ¿Dónde pongo el abrigo?
-Ahí mismo. ¿Quieres un vino? Siéntate y pon la tele.
Angustias no necesitaba cortesías para registrar ni esa ni ninguna otra casa. Sabía que debía ir al baño, pero no lo haría sin antes abrir cada puerta del camino.
Koldo, que asistía desesperado a la exploración amazónica de su madre, se adelantó hasta el baño para avisar a Carmen. Y allí estaba, arrodillada, con la bayeta y el ipod como apéndices cibernéticos preferidos.
Carmen aparcó el trapo, dejo caer los auriculares y corrió a abrazarse a su augusta suegra.
-¡Mamá estás fantástica! Se notan las clases de natación.
-Calla, calla (cuchicheando lo suficientemente alto para ser escuchada) que Pedro se pone malo… tiene celos del monitor.
Carmen y Angustias, erectas, reinaban el pasillo y el hogar, despellejando a aquellos dos seres que buscaban refugio tras el sofá, el vino y la televisión.
La conversación de los hombres no era tan fluida. Intentando que no se aburriera, Koldo le ofreció hasta dos veces el mando de la tele a su padre antes de hacer él mismo un poco de zapping. Echaban un desfile de lencería en la 5, pero prefirió pasar al canal de teletienda donde anunciaban una horrible manta para casa para con forma de bata. Carmen le había regalado una de esas por su cumpleaños. En azul marino.
Allá vamos:
Desde la distancia podía intuir que el exagerado e impotente intento de Koldo por aparentar que las cosas eran normales le iba consumiendo poco a poco. La frialdad que se autoimponía desconcertaba a quienes nos encontrábamos cerca de él. Supongo que las cosas cambiarían drásticamente si supiera que existe una posibilidad para desandar el camino y volver al pasado, y que yo podría conseguirlo con una simple llamada de teléfono. Sin embargo, y aunque cada día me encuentro a punto de caer en la tentación de hacerlo, no fue eso lo que le prometí a Carmen. No lo haré, aunque sinceramente me muero de ganas de ver la reacción de Koldo cuando le contara que volver a ver a Carmen sería tan sencillo como apretar un botón y adquirir una noción diferente del continuo espacio-tiempo. Decirle que con un botón todo retrocedería justo una semana, que yo tengo ese poder en mi mano. Decirle que podría conseguir lo que todo el mundo desea: volver atrás para forjarse una vida perfecta, sin fallos, el estado ideal en el que nada queda a merced del porvernir y en el que, por supuesto, los errores con Carmen nunca habrían existido. Y así, seguramente esta misma noche Koldo se la habría llevado a un restaurante elegante y allí le habría pedido matrimonio en medio de una cuidada escenografía con los camareros de por medio y los focos centrándose en ellos dos, con la música perfecta y todo en blanco y negro, y entonces el resto de clientes aplaudiría. Sin embargo, Carmen ya había vivido la perfecta escena y no le había gustado.
A nadie debería sorprender que detrás de la apesadumbrada mirada de Koldo se oculta una melancólica sonrisa. Una de esas sonrisas que desvela un secreto a medianoche. Sí, en realidad, Koldo sabe que únicamente necesita realizar una llamada telefónica para recuperar a Carmen. Una única llamada a un número desconocido que le conducirá a una vida perfecta en la que jurará amor eterno. Y en la que un trabajo con horario de oficina le permitirá construir cientos de maquetas de barcos a vapor.
Ahora que hemos descubierto que la apesadumbrada mirada no es tal, Koldo enciende una cerilla en el mismo baño que acogió los últimos pensamientos de Carmen. Todo indica que fumará un cigarro antes de realizar la llamada que cambiará su vida. Sin embargo, las cosas no son como parecen: en una mano, la cerilla; en la otra, un papel milimétricamente doblado. Suspira, parpadea levemente y prende el papel que se deshace en el suelo bajo su atenta mirada. El papel con el número desconocido que no se atrevió a memorizar. Sonríe. En ese preciso instante, comprende que la muerte constituye la única fuga posible frente a la existencia cotidiana. A su pesar, Carmen, una vez más, le enseñó el camino…
Ángel Hernández
Koldo siempre me había parecido un cobarde. Era miedo donde Carmen era curiosidad. Era recelo donde Carmen era ansiedad. Por eso no me sorprendió que quemara la nota con mi número. Tampoco me sentí defraudado cuando optó por echarse a llorar en lugar de seguir los pasos de Carmen. Carmen, el alma más crédula con la que me he topado en mi larga existencia. La imagen más etérea que mi cámara ha plasmado sobre el papel. Koldo, en cambio, ni siquiera parpadeó cuando le mostré un retal de lo que podía haber sido su encuentro con Carmen en caso de que ésta no hubiera seguido los pasos que les mostré. Prefirió desechar el maravilloso regalo que yacía húmedo en la bañera. Un cuerpo perfecto para un ente inmaculado. No importa. A veces ocurre. Le propuse rebobinar una cinta que nunca debió haberse puesto en marcha, pero parece que lo ha rechazado. Madre me lo advirtió. No quise creerla, y en estas estamos. Afortunadamente, cuando me crucé con ellos en aquel callejón su vida era ya tan insignificante que estaban dispuestos a aferrarse a un clavo ardiendo. La enfermedad de Carmen era una mera excusa para cercenar un futuro nauseabundo. Yo lo sabía. Carmen lo sabía. Koldo lo sabía. Su decisión marcó su destino, pero siempre he sido bastante juguetón. La suerte está echada.
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