Llega un día en la vida de todo habitante del montón en el que el cuerpo le pide diversión. Es la complicada transición desde su grupo de personas con nombres y apellidos (como la familia en la que ha crecido,
la clase y el colegio donde ha sido niño,
o el aula y la universidad donde ha sido joven)...
... hasta otro grupo más numeroso, cuyos integrantes son anónimos y desconocidos, que vamos a llamar masa. De esta manera asiste a conciertos,
a partidos de fútbol...
... o a misas del Papa.
Con los años, la gente del montón aprende a saturar todo tipo de espacios: llámense iglesias,
llámense centros comerciales...
...o llámense tiendas de los centros comerciales.
Este nuevo habitante de la masa llega a albergar tal pasión por su naturaleza de individuo-masa que logra colorear con su presencia las calles de las ciudades...
... y también las carreteras de sus países y continentes cuando se desplaza...
... hasta el destino de sus vacaciones, en donde también disfruta de la compañía humana.
La gente del montón, sin embargo, tolera muy mal algunos tipos de aglomeraciones. Por ejemplo, las provocadas por Spencer Tunick...
... y sobre todo otras, donde además de enseñar sus sexos, los hombres y mujeres gustan de ponerlos en contacto y en fricción entre sí, así, precisamente en grupo, algo que por inercia podría uno pensar que también podrían disfrutarlo todos los habitantes del montón.
Pero no... El sexo es, sin duda, la excepción que confirma la regla. Lo es desde el Neolítico, desde cuando el hombre le puso puertas al campo y lo llamó propiedad privada.
Desde entonces la sexualidad es una práctica corporal privada que debe realizarse dentro de la intimidad de esa propiedad privada.
Cosas del género humano...
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