26 años después de su estreno he visto en televisión "Los santos inocentes", la película de Mario Camus basada en la célebre novela de Miguel Delibes. Sobre la película en sí me bastaría con decir que es una buena película porque la historia que contiene retrata sin cosméticos ni artificios la relación de sometimiento soterrado, el vínculo amo-esclavo que se construye y perpetua en las relaciones entre las clases (ilustradas) acomodadas y las clases (analfabetas) bajas en el medio rural de la España de postguerra. Pero lo revelador de la película ha sido lo que hay de mí y de mi familia en ella, es decir, lo que hay en común entre la propia historia de mi familia y la historia de la familia protagonista de la película.
Los santos fotogénicos: Azarías sonríe; el resto no está para ficciones.
Mi padre dejó la escuela a los 6 años para ser el pastor de los rebaños de un señorito del norte de Avila. Mi madre dejó la escuela a los 13 años para servir en la casa de una familia burguesa, la familia de la hermana de un conocido historiador y político republicano de Avila. Todavía recuerdo cómo mi abuelo materno firmaba los documentos con una torpe y temblorosa X. Y todavía están vivas dos hermanas de mi padre que no saben ni leer ni escribir. Todos ellos podrían haber sido personajes de esta película.
Si establezco una línea familiar, pertenezco, junto a mi hermana y otros primos, a la primera generación urbana salida de una tradición ultra-rural; esto significa que solamente una generación me separa de la historia que cuenta "Los santos inocentes"; y solamente una generación me separa de mi propia historia y mi tradición familiar.
También recuerdo las veces que me decía mi abuela materna eso de ver, oir y callar, que sale en "Los santos inocentes" literalmente, puesto en boca de la madre que se lo dice a la hija cuando va a servir a la casa de los señoritos y se entera de los trapos sucios que tiene el matrimonio de la casa. Ese ver, oir y callar sintetiza magistralmente la lección que mi familia viene aprendiendo desde que sé yo cuántas generaciones y que también se volcó sobre mí con ánimos pedagógicos. Mi abuela lo solía usar para explicarnos a los nietos cómo pasar desapercibidos allí donde estuvieramos, cómo ser invisibles y cómo ser pasivos y obedientes. Esa frase, que ahora podríamos llamar eslogan, es la que mejor define un producto llamado familia de clase baja, rural y servil con las clases poderosas, y que es, efectivamente, solamente la punta de un iceberg que esconde a casi todas y cada una de las circunstancias sociales que vienen determinando las vidas de los integrantes de las clases bajas.
Pondré como ejemplo un dato significativo. De los 31 primos carnales que tengo, es decir, de los que integramos los que podemos definir como mi generación familiar, solamente dos tenemos una licenciatura universitaria; otros dos tienen sendas diplomaturas; algunos, muy pocos, estudiaron alguna especialidad de Formación Profesional; el resto empezó a trabajar entre los 14 y los 16 años, una vez concluidos los estudios obligatorios. Esta característica se está repitiendo, de momento, en la siguiente generación, la que conformarían los primos segundos. En resumidas cuentas, mi familia produce obreros asalariados, y ya no es una cuestión rural porque dos tercios de mi familia ya se desenvuelve en territorio urbano. El servilismo de antaño, el de mis abuelos y el de mis padres y tíos, se ha transformado en el salario de hoy, la nueva herramienta del sometimiento de siempre pero en clave urbana y de sociedad desarrollada, como nos gusta decir ahora. En ningún contexto como en el mundo obrero y en la fábrica del siglo XXI se activa y se reactualiza sin cesar el viejo axioma "ver, oir y callar".
Azarías, con su ficción bien sujetada.
Volviendo a la película, pero sin olvidarnos de la historia propia, hay que hablar de Azarías, el personaje que da vida el actor Francisco Rabal. Azarías es el único punto de fuga de la historia, la pieza de la olla a presión por la que puede respirar la historia y que termina cortocircuitando el desarrollo natural de los acontecimientos. Camus (y digo Camus y no Delibes porque no me he leído la novela) dibuja un personaje cuyo retraso mental le permite sublevarse a su manera del dominio silencioso y sordo de los señoritos de la historia sobre la familia protagonista. Solamente desde ahí se puede uno atrever a cruzar la línea, solamente desde ahí se puede ser ingrato y romper el ver, oir y callar. Solamente desde las ficciones o pájaros en la cabeza que Azarías porta encima es posible vivir ese documental de la represión con dignidad.
El final, el ahorcamiento del señorito en manos de Azarías es, entonces, una preciosa metáfora que le ofrece al espectador la fuga por la vía de la ficción de una historia con pretensión documental... Gracias al personaje de Azarías, la historia termina con una fuerza centrífuga que te empuja hacia afuera (o hacia la ficción) y cuyo valor es semejante a la suma de todas las historias personales del resto de la familia, fuerzas centrípetas todas que han empujado al espectador durante el transcurso de la historia constantemente hacia adentro (o hacia el documental).
Todos sabemos que ese final es trampa, pero bendita sea la ficción cuando de soñar se trata...
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